Experiencias y sensaciones vividas. Música y decibelios que traspasaban los cuerpos. Encuentros. Reencuentros. Desencuentros.
Instrumentos y melodías que se aunaban con nuestros corazones. Frío, mucho frío y también calor, un calor humano que nos arropaba en cada concierto.
Miles de personas. Toda una ciudad «habitando» durante cuatro días un pequeño pueblo de La Mancha.
Locura.
Largas e increíbles jornadas de conciertos. Colas que parecían interminables y que llegaban a su fin más pronto de lo imaginable.
Poco sol, poco calor, menos ropa. Lluvia, viento y frío. Frío que se disuadía entre cantos, bailes, saltos y pogos.
Silbidos. Aplausos. Sensaciones. Sentimiento y emoción en estado puro. Terapia.
Terapia, sí, porque en ocasiones la música, las letras y las canciones también son terapia.
Terapia para ese día que le habría partido la cara a la segurata que me cacheó con una soberbia que poco tenía que ver con la seguridad, y mucho con una metida de mano en toda regla. Abuso de autoridad con chulería incluida.
Momentos intensos de todos los colores y sobre todo disfrute. Risas y más risas.
Contrastes en el clima. Contrastes en la pista, en los rostros. Contrastes en el espacio, en la música, en la gente. Y a pesar de tanto contraste, un intenso vínculo de unión entre extraños.
Recuerdos mezclados con instantes presentes. Vivencias. Más risas y más frío. Escasos grados de temperatura compensados con mucho calor humano.