Crónicas de naturawriting
—Diario de una escritora libre y salvaje—
—Diario de una escritora libre y salvaje—
INVIERNO 2025
Escuchar la lluvia caer. Cuantos matices, si decidimos escuchar conscientemente. ¿Hay algo más placentero?
Diría yo que sí. Escuchar la lluvia en la naturaleza. Acción aparentemente pasiva. Acción que puede transformarse en contemplativa y que va acompañada de un silencio que no es tal pero que dista tanto del bullicio de las ciudades que, sin duda, nos parece silencio.
Silencio: ausencia de hablar, falta de ruido, nos dice la R.A.E.
¿El silencio es una falacia, es algo utópico? Porque… quizá lo que no podemos es captar las aparentes ausencias. Lo que está claro es que no todos los seres vivos escuchamos los mismos rangos de frecuencia. Incluso dentro de la misma especie.
La cuántica nos dice que el observador afecta de manera directa en los hechos. ¿Si no hay observador la vibración o el sonido existiría?
Sin observador, sin un ente que lo perciba no existiría. Si no hay oído, no hay sonido. Eso nos dice la ciencia.
Cada vez más cerca de la integración entre ciencia y espiritualidad.
Llevo varios días disfrutando de mágicas coreografías que me regalan los buitres.
A veces siento que me protegen en mis salidas, que merodean desde las alturas y me acompañan, que no solo me regalan esos bailes alados que se acercan y se alejan aprovechando las corrientes de aire para saludarme, sino que de alguna manera me custodian.
¿O quizá su instinto les esté avisando de la posibilidad de una suculenta cena?
Quién sabe…
Están los almendros despuntando, abriéndonos paso a la primavera.
Algunas especies nos van dejando indicios del cambio de estación. Pero no solo es cuestión de especies, también es cuestión de cotas o del lugar estratégico en el que se encuentren. Lugares más protegidos de las inclemencias. La misma especie en cotas más altas se encuentra en otros estados. La orientación también es importante.
A las más rápidas, las que antes nos dan la pista, las que se precipitan para mostrarnos sus colores y formas varias de belleza, puede que en unos días les sorprendan de nuevo las bajas temperaturas y el sueño primaveral se quede helado, y en espera, por unos días más.
Ensimismada por la cantidad de buitres que me he encontrado al regreso de mi caminata, mi imprudencia fue mirar hacia arriba cuando un par de buitres que ya había observado con anterioridad comenzaron el vuelo hacia una roca más baja justo cuando yo pasaba por debajo. Al escucharlos miré hacia arriba. Fue instintivo. Quizá lo prudente habría sido agacharme, bajar la cabeza y cubrirla con las manos porque en el mismo instante he oído el impacto de una piedra cuando ambos ejemplares estaban sobrevolando encima mío.
Resulta tan hechizante mirarlos de cerca, ver las proporciones inmensas de estos bichos y escuchar el viento que desplazan con sus alas, como peligrosas son las piedras que pueden soltar al tomar impulso desde sus puestos para emprender el vuelo.
Hoy me encontré con un rastro de jabalí potente. Mayor, más extenso y alocado de los que me estoy encontrando estos días. Sé que bajan a una charca embarrada que hay en un giro del sendero. Esas charcas que tanto le gustan a los primos hermanos de los cerdos les sirven, entre otras cosas, para eliminar parásitos. Estos seres son de lo más higiénicos.
Se lo ha debido de pasar de lo lindo, o eso imagino yo a juzgar por la que ha liado. Ha dejado un rastro interesante.
Me gusta observar el rastro que dejan en el suelo, en los matorrales, en las piedras. Intentar dilucidar si iba o venía, por dónde ha llegado, hacia dónde se ha ido, dónde se ha rascado, retozado, dónde ha desenterrado raíces para alimentarse. Unas son fáciles de descifrar. Otras, no tanto. Desconozco el hedor que dejan así que, por el momento, ese sentido no me da pista de nada. Es más un rastro visual.
Y entonces, me ha dado por pensar que los humanos también dejamos rastro (me ceñiré al rastro más animal, no al del humano inconsciente y cochino, eso daría para un libro entero). Huellas, agujeros de bastones, posibles resbalones, dibujos en el barro. Con los humanoides resulta más fácil distinguir fragancias. Se pueden llegar a sentir porque quedan impregnadas en el ambiente.
Dejamos rastros olfativos y visuales. Esto es un hecho. Aunque el «rastro propio olfativo» no siempre conseguimos distinguirlo. Y no, no hablo de levantar el brazo y acercarse a la axila en pleno ejercicio. Es obvio que ese rastro sí conseguimos distinguirlo, me refiero al propio que es más sutil, a esa estela leve que se queda suspendida en el aire. A veces, la trae la brisa y otras se perpetúa según zonas. Si el viento es muy fuerte esa estela olfativa es más complicada sentirla. Es como si se diluyera entre la fuerza de las ráfagas del viento.
No podemos oler nuestro propio rastro. Yo no puedo al menos. Un ejemplo al respecto, cuando estamos mucho tiempo en una habitación, tienes que salir y entrar de la misma para reactivar la pituitaria con todas sus facultades. Si permanecemos allí sin abandonar el habitáculo no se pueden percibir los olores porque como que se quedan en uno, podríamos decir que estamos demasiado implicados.
Seguir los hedores ajenos es más sencillo pero cada uno tiene el suyo propio que no consigue percibir porque está demasiado involucrado.
Y esto es así también en la vida. Necesitamos del otro para observarnos en esos matices que uno a sí mismo no puede. Necesitamos esos reflejos para conocernos y descubrirnos porque estamos demasiado identificados con el personaje.
De alguna manera, el mundo en sí mismo (situaciones, personas, relaciones) nos hace de reflejo para poder observar, oler, sentir, tocar, saborear e integrar nuestro «propio rastro» (esas facetas y aristas del personaje que no conseguimos distinguir), tanto el que nos gusta como el que no.
Las líneas de hoy siguen yendo de aves.
Yo no soy muy pajarera que digamos. Quiero con esto decir que no me va eso de observar aves. Vamos que la ornitología no es mi fuerte, ni una de mis pasiones. A excepción, de las rapaces. Estas son, de todas las aves, por las que más debilidad siento.
Bueno, puede que también el petirrojo, la golondrina y el gorrión roben un espacio de mi «cuore», pero pequeñito, tal cual son ellas.
—Mientes— me dice un Pepito grillo dentro de mi cabeza—. ¡Amas los patos!
—Cierto, esas aves sí me flipan. Mucho. Ísimo. Y ya que estamos las imponentes ocas también me molan. Aunque con estas hay que tener más precauciones, al menos si no te conocen.
»Me contaba mi padre, que en la casa de campo donde trabajaban sus abuelos las ocas hacían la función de cuidadoras de la finca. Según entendí eran muy territoriales. Me imagino un cartel avisador en la entrada de «la torre*»: ¡Cuidado con las ocas!
*Así es como se denominaban antaño a las casas de campo en el lugar que me vio nacer, torres. De hecho hay una calle de la ciudad que se llama Camino de las Torres. ¿Puedes imaginar por qué? Aunque de camino ya no tiene nada, es una gran avenida con bastante tráfico y, que yo sepa, ninguna torre.
Bueno, a lo que iba, que para no gustarme las aves, he escrito una introducción más extensa que lo que precisaban la líneas que hoy quiero compartir.
Esta mañana, una pareja de buitres leonados me regalaron una coreografía de vuelo armónica alucinante. Diría yo que de cortejo en toda regla. Creo que esta especie también es de las de: «para toda la vida». El caso es que tuve que pararme por mi seguridad, ya que como le sucede a los polos de los imanes, mis ojos no podía dejar de mirar. Por lo escarpado del terreno no era muy conveniente andar sin mirar al suelo. Estaba apareciendo el sol mañanero y los leves rayos reflejaban en sus plumas haciendo el espectáculo todavía más sublime.
Gratitud diaria. Sin lugar a duda una práctica indispensable y no solo cuando los regalos nos llegan sino incluso antes de que lleguen. Sin necesidad de que nada pase. E incluso agradecer en las vicisitudes por los aprendizajes y las oportunidades para poder «ver» de otra manera.
Las grullas han comenzado su viaje a tierras más al norte. Sus característicos trompeteos no dejan a nadie indiferente. El sonido nos llega antes de su llegada dejándonos el tiempo necesario para coger los instrumentos necesarios para su observación: cámara de foto o en su defecto el «multimóvil» (el teléfono móvil se ha convertido en una especie de navaja suiza), y por supuesto los indispensables prismáticos. Ni que decir tiene que si gozas de las bondades de un telescopio sería la bomba.
Cientos de grullas con vuelos perfectamente coordinados nos están visitando estos días cuando el clima lo permite. Sus vuelos acrobáticos no son todo lo que nos muestran. La sincronización y organización, la espera de otras bandadas y la orientación absolutamente perfecta y dirigida.
Mientras el sol refleja en su plumaje éste se torna de un color plateado con tonalidades diversas que hacen contraste con el cielo limpio y azulado.
Una suerte poder tomarse una pausa para observar una puesta en escena de las tantas que nos tiene reservada la magia naturala.
El frío acecha y es tan aterido como hermoso.
Es lo bonito del «inconfort», una palabreja que me encanta y que en mi total ignorancia, creía hasta que existía. Aunque a juzgar por la risa que genera en los interlocutores ante quienes la pronuncio parece ser una invención mía en toda regla. Y entonces, la repito más. Me encanta jugar y provocar sonrisas.
Es peligroso vivir en un cuerpo aletargado. No es el cuerpo en realidad, es nuestra mente de mono la que nos aletarga. Y es tan fácil —o complicado según se mire— como no dejarse llevar por una comodidad extrema, ¡y no consciente! en la que estamos demasiado inmersos en estas sociedades modernas.
Acomodarse no tiene porqué ser algo negativo en toda su extensión, pero ¡cuidado! nos va anestesiando sin permitirnos experimentar la vida en su totalidad. Es un poco menos peligroso si somos conscientes del hecho, pero solo un poco. Para que se desentumezca el peligro no nos queda otro remedio que tomar acción, ponernos en marcha. Es así como nos mantenemos vitales en cuerpo, alma y espíritu.
Si no lo hacemos, es posible que se de un giro en nuestra vida que nos haga recalcular, ¡sí o sí!
¿A qué nivel tomar acción? Eso es una decisión propia. Lo profundo que quieras llegar en la indagación es cosa de cada uno.
No siempre es fácil pero sí necesario, sobre todo si nos interesa conocernos, descubrirnos en profundidad, indagar cada faceta del ser que habitamos. Si lo que nos interesa es bucear en lo más hondo para descubrir la verdadera potencialidad del ser que somos y poder transitar una experiencia de vida plena y en paz.

OTOÑO 2024
Reconocerse en la sonrisa.
Reconocerse en la mirada cómplice. Mínima. De soslayo.
Reconocerse en ese coincidir efímero aparentemente fortuito y que probablemente no vuelva a darse. Sentir que, en ese reconocimiento, hay una comunión que atraviesa el momento y que tiende a infinito, como aquellas funciones del instituto que tan lejos me quedan.
Comunión: unión en común que tiende a expandirse.
Reconocerse, aun cuando todavía no se habían conocido.
Caminar sin prisa. Caminar por el placer de caminar. Caminar sin ningún tipo de propósito más allá de disfrutar de la acción en sí misma.
Caminamos a diario. ¿Cuántas veces lo hacemos siendo conscientes?
Y en ese caminar ver con nuevos ojos. Evitar los caminos asfaltados. Descubrir senderos oscuros y poco transitados.
Buscar el aislamiento humano para encontrar la compañía inherente de la naturaleza.
Si hay una picaraza deambulando sola a mi alrededor intuyo que su pareja no andará lejos.
Si es preciso no tardará en graznar para atraer su atención.
Unidas de por vida. Cuando se reencuentren volverán a volar juntas.
A veces, quisiera ser picaraza.
Solo a veces.
Con la caída de la lluvia, llueven hojas.
¿Cómo no salir a caminar los días de lluvia? ¿Cómo puede aparecer la pereza los días en los que la natura nos envuelve con revitalizantes iones negativos?
Es la maldita COMODIDAD que nos hace un poco morir en vida. Es la pereza que deja relegada la esencia de lo que nos toca profundo. Es la pereza que mata lo que nos expande.
