UN PULSO FRENTE A FRENTE

[RELATO]

Una amiga le había invitado a la celebración de Samhain, y ella había aceptado sin pensarlo. Fin de semana largo, jarana, disfrute, fiesta en la calle, cuadrillas y gente nueva por conocer.

Parecía un buen plan para un puente que hubiera pasado sola en su casa como cualquier otro.

La luna llena resplandecía iluminando la noche cerrada y fría de otoño en aquel pueblo alargado dividido en dos zonas: la alta y la baja.

Era viernes y todo había comenzado con una cena en cuadrilla. El lugar era mágico. Un entramado de cuevas habilitado como taberna y en cada cueva una o varias mesas. Diversas cuadrillas de quintas diferentes se habían congregado en lo que, sin duda, era la taberna más pintoresca del lugar.

Después de cenar y de los correspondientes digestivos, las cuadrillas iban bajando a la zona de bares. Allí comenzaría una rueda que conocía bien: alcohol, speed, charlas, canutos, risas, música, bailes. Conforme pasaban las horas, más bailes que palabras, miradas furtivas. Mínima contención.

Durante la cena había fichado a un tío de otra cuadrilla con el que comenzaría su habitual juego de miradas. Cuando empezaron a ser correspondidas la sutileza iba quedándose por los rincones. Se intercalaban entonces con miradas directas que se transformaban en un pulso frente a frente en la distancia. La tensión entre ellos podía palparse cuando él decidió acercarse a su grupo.

Para entonces, ya era tarde. Tan tarde, que estaba amaneciendo.

¡Qué poco le gustaba a ella que se le hiciera de día en los bares! Aunque cuando entraba en juego la seducción, el tiempo se esfumaba como el fuego se propaga al echarle gasolina. Mantener la atracción y la tensión que le proporcionaba el flirteo la alimentaba de tal manera que no podía parar. Era incluso un vicio más fuerte que el propio speed.

Su amiga se había ido a dormir dos canciones más atrás. Ella se había quedado entre completos desconocidos. Estaba acostumbrada. Siempre cerraba la fiesta. Cerraba los bares, y hasta las calles si hacía falta. 

Esa noche el cortejo no estaba bien asentado. Sentía unas ganas locas de poder tocarle, besarle y sentir su aliento de cerca. Se estaba acumulando demasiada adrenalina incluso para ella. Y podía notar como a él le pasaba lo mismo.

¿Sería que para él también era adictivo prolongar esos momentos? ¿Sería un tío de dilatar los preliminares, de hacerlo todo lento con una intensidad extrema hasta el punto de no poder sostenerse; tal y como a ella le pasaba?

No muchos de los tíos con los que había pasado una noche estaban dispuestos. Más bien la tónica habitual era: «aquí te pillo, aquí te mato», y estaba bien. Eso también le gustaba. Eran diferentes formas aunque a ella la que le impactaba era la slow, la de mantenerse, la de ir soltando poco a poco la intensidad que le recorría el cuerpo y de ahí, pasar al desenfreno más animal. Y viceversa. Sutilezas y rudezas danzando al unísono.

El local echó la persiana. Y como dice la canción de Sabina: «los clientes del bar, uno a uno, se fueron marchando».

Ante la luz del día comenzaba a descubrirse lo que la noche ocultaba: sombras superficiales proyectadas en rostros demacrados. Consciente de que también estaría viendo sus sombras permanecía impasible frente a él.

Una vez que se despidió de los cuatro colegas que quedaban rezagados se encaminó rumbo a su casa con paso firme. Sin decir nada, pero sin quitarle ojo. Ella decidió seguirlo.

Caminó tras él, como si de una persecución se tratara y los pulsos volvieron a acelerarse. Le faltaba el aire pero consiguió acercarse lo suficiente hasta que sus brazos lo alcanzaron y él ralentizó la marcha. Agarró su cabeza a la altura de las orejas, jugó con los dedos entre sus rizos. Se colocó frente a frente y acarició suave y lentamente sus labios con las yemas de los dedos. Irremediablemente fue acercando su boca entreabierta sin dejar de mirarlo. Y lo acorraló contra la pared de la empinada callejuela.

A plena luz, otro mundo se estaba abriendo camino. Aunque eso a ella parecía importarle poco. No a él.

Sus lenguas desenfrenadas recorrían cada cavidad de sus bocas. La intensidad se relajaba y se alimentaba casi a la par, entonces con un gesto brusco la apartó apoyando las manos en sus marcadas clavículas. Miró su reloj y dijo:

—Aquí no.

Continuó subiendo la calle con mayor ligereza que antes. No la cogió de la mano. No la agarró. No le dijo ni hizo ademán de que le siguiera. Ni siquiera se giró para mirarla. Ningún código que ella pudiera descifrar. Estaba desconcertada. Por instinto, siguió tras él por aquella endemoniada cuesta.

En el poco recorrido que le quedaba para llegar a su casa se cruzó con un señor de pelo cano con semblante de pocos amigos. Lo saludó e intercambiaron dos palabras casi por obligación. El intercambio rebosaba jerarquía e indiferencia. Al cruzarse con ella, el hombre la sondeó de arriba abajo.

El chico se había vuelto para ver la escena antes de girar la esquina tras la que desapareció. A ella le costó llegar arriba, y cuando lo hizo descubrió que le había perdido la pista. Ni rastro. Casi sin aliento, se paró en medio de la encrucijada de calles que seguían subiendo. Cogió aire, y sin saber a dónde dirigirse, decidió regresar.

Instante en el que alguien tiró de su brazo, la metió en una casa y cerró la puerta. Se llevó un buen susto y la adrenalina se volvió a disparar, aunque no era ese el tipo de adrenalina que le agradaba. Hasta que descubrió que se trataba de él.

Comenzó a besarla, y a querer tocar cada parte de su cuerpo. Se atropellaba torpemente. La agarraba, la abrazaba fuerte para no dejar de sentir su bombeo potente. Se transformó en un animal salvaje. Ella seguía desconcertada, pero ese desconcierto le gustaba. En la privacidad sombría de la casa se desveló la contención, la tensión acumulada durante horas. El pico se restableció cuando la llevó al sótano donde comenzó la danza. Los balanceos, los roces, los tira y afloja, la suavidad de sus caricias, los gemidos, las cadencias adecuadas.

El sótano, una antigua bodega, era helador pero el sudor salino y húmedo que los cubría no permitía que sintieran el frío. No podían parar, ni querían. El día se fue transformando de nuevo en noche. Y en la quietud de la misma, la intimidad pasó a las palabras.

Él tumbado en el sofá bebiendo una birra. Ella sentada en el suelo arropada por una pesada y raída manta. Se miraban y observaban sin decir nada, hasta que él rompió el silencio.

—¿Y si fuera un mercenario? —preguntó con la voz rota.

Lejos de que esa pregunta la impresionara lo más mínimo, respondió con varias preguntas.

—¿Mercenario sexual? ¿Quizás un sicario? ¿Sería yo el objetivo? ¿En este momento? —A ella le gustaba jugar. No solo con las miradas.

Sin mostrar el desconcierto que le había producido la respuesta, se acabó de un trago la cerveza y siguió fanfarroneando.

—¿Cuál preferirías, si tú fueras el objetivo?

—Sin duda el sexual —contestó de inmediato—. Aunque en los dos casos yo saldría ganando —afirmó como si nada.

—¿Ganando tú, si soy un sicario y te mato por dinero? —preguntó perplejo, mientras sus ojos acompañaban con asombro.

—El que se queda siempre pierde —manifestó tajante.

Respuesta que lo dejó fuera de juego y que ella aprovechó para argumentar.

—De todas formas, en este caso, el mercenario sexual ha actuado primero —le dijo con una sonrisa picarona—. Así que si estos son mis últimos minutos me siento satisfecha. Me acabas de regalar el polvazo del siglo. Y aunque hubiera habido dinero de por medio, lo que yo he sentido no ha sido una simple transacción monetaria. Yo lo sé, y tú también —añadió con tal seguridad que hizo tambalear los cimientos del chico—. Si ahora me matas el que saldrá perdiendo serás tú. Una vez muerta, te repito: yo seguiré ganando.

El silencio volvió a invadir el sótano.

No se conocían de nada. No sabían nada de la vida del otro. Él había querido jugar a intimidarla pero cada réplica le había dejado más impactado que la anterior, así que decidió callar y seguir contemplándola en silencio.

Poco le importaba a ella lo que fuera. ¿Mercenario? ¿Sicario? ¿Un tío que simplemente quería desafiarla? Había pasado tanto miedo en su vida que ya no tenía miedo. Se dedicaba a vivir intensamente cada día sin mirar atrás.

Regresó al sofá, al roce de su cuerpo todavía caliente y se tumbo sobre él. Volvieron a la intimidad casi siliente, a las caricias sutiles, a los ritmos acompasados, a la condensación de sus cuerpos bajo la manta en una estancia hostil, fría y resquebrajada como sus vidas.

Una estancia que, en esos momentos, ambos sentían lo más parecido a un reconfortante hogar.

🪶 Begoña Salinas

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