[RELATO]
Un pastor del valle le contó a mi escéptico abuelo que en el antiguo camino que unía San Nicolás de Bujaruelo con Torla —cerca de un haya de porte torcido— podías desaparecer en el río sin dejar rastro.
Le aseguraba que en esa zona habitaban los seres mágicos del Ara.
Yo desde pequeña había sentido una conexión especial con esa haya imponente, y admiraba la pureza y las fuertes corrientes del río.
Mi padre me había transmitido un profundo respeto por el entorno y por aquella naturaleza salvaje que nos había dado la vida, y que en ocasiones también nos la había arrebatado.
Como tantos veranos fui a bañarme al río. Dejé la ropa en el haya ancestral que había acompañado a generaciones de mi familia.
El agua estaba turbia y bajaba más revuelta que de costumbre.
Aquel día, no observé el río y tampoco pedí permiso al entrar en sus aguas, tal y como me habían inculcado siempre.
El agua me llegaba a las pantorrillas en el momento que resbalé. Y en ese mismo instante sentí cómo algo agarraba con fuerza uno de mis pies arrastrándome hacia el fondo. Sumergida, mis brazos buscaban donde aferrarse sin conseguirlo.
Estaba a punto de rendirme a las aguas que me habían visto crecer cuando se me enganchó el brazo en una raíz a la que conseguí asirme. En un último esfuerzo logré sacar mi cuerpo a la superficie.
Desorientada y exhausta repté hasta la orilla como pude y observé que la raíz que había salvado mi vida era parte del haya ancestral.
Mientras conseguía sobreponerme me pareció ver corretear sobre sus ramas a un pequeño ser descalzo, de orejas puntiagudas y considerable nariz, sonriéndome burlonamente.