
[RELATO]
Él, que poseía un don, se fijaba con inusual interés en las manos de la gente. Solo con verlas podía vislumbrar la infinitud de posibilidades que se escondían tras ellas. Posibilidades que se escondían más allá del habitual uso mundano.
Él, que poseía una sensibilidad intensa —no comprendida—, acariciaba la piel de su cuerpo desnudo. Se acariciaba con sus yemas, con cada relieve de sus huellas dactilares, con el haz y el envés de sus manos. También de sus dedos. Se acariciaba con una delicadeza exquisita, se daba placer a través de las uñas que asomaban lo justo para ofrecer otra tonalidad de sensaciones.
Existían, para él, caricias escondidas en lo que eran unas simples manos. Tras cada uno de los habituales gestos podía percibir infinitas sensaciones. Le conmovía el instante, en el que la caricia ingrávida se tornaba áspera por la fricción de las uñas rasas sobre la piel, ofreciéndole así, un delicioso contraste que quedaba tatuado en la memoria de su cuerpo.
Sencillos gestos que con diversidad de movimientos, con mesura o con ímpetu. Con una ternura infinita, con un baile armónico antagonista, conseguían estremecerle y estremecer a quien tocaban.
«Y si las manos fueran otras…» —pensaba a veces—. Nuevas sensaciones acudirían a visitarle, pero no. Por el momento, las caricias seguían siendo conocidas, no ajenas.
Quizás algún día, se presentaran sensaciones desconocidas para unirse con las suyas, en un viaje finito que no tuviera fin.