LA VIDA ES COLOR DE AZULES

La vida es color de azules. Relato

[RELATO]

Nadie en aquel tranquilo pueblo de pescadores, excepto su marido, sabía el nombre que Delfina llevaba en su documento de identidad.

Delfina era mucho más que un nombre. Era su auténtica seña de identidad.

—¡Cariño, bajo un momento a la cala! —le gritó a su marido colocándose el recién estrenado sombrero de paja frente al espejo de pared de cuerpo entero que había en el recibidor.

Su vestido de lino color beige, a juego con el sombrero, se mecía al son de su caminar. A ratos, corría con disimulo. La premura de sus pasos y el aumento de la brisa marina la obligaban a sujetarse el sombrero mientras caminaba.

Él sabía que mentía. Cala y «un momento» no eran palabras que pudieran ir en la misma frase cuando Delfina se encontraba dentro de la ecuación. Su marido estaba seguro de que le habría visto desde la azotea, y que iba a su encuentro. Y eso no sería un momento. Serían horas, con suerte un buen puñado de minutos.

Sus pies se hundían en la arena. Su cabeza iba más adelantada que su cuerpo. Se le hacía difícil caminar al ritmo que llevaba por las callejuelas empinadas del pueblo, pero intentaba ir lo más rápido posible. Mostraba con naturalidad su parte inocente, alegre, aventurera, observadora y sorpresiva.

Llegó al final de la cala jugando con las olas que llegaban a la orilla.

Con ambas manos tras su cabeza miró hacia el horizonte y entornó la mirada hasta que por fin lo vio. Su pulso se aceleró.

Cada encuentro era como la primera vez. Índigo le producía una sensación de expansión que no había experimentado con ningún otro ser. Sensación que permanecía e iba más allá de sus encuentros.

Así lo sentía Delfina. Lo que fuera que la embargaba se quedaba en ella y luego lo compartía con el mundo. Y era mágico porque todo, de alguna manera, se transformaba.

La gente meditaba, ella nadaba libre con los delfines.

Se había interesado por estos mamíferos, inteligentes, curiosos y afables, años atrás. Índigo se le acercó cuando flotaba haciéndose la muerta en esa misma cala. Algo para lo que no tenía que esforzarse, ni fingir demasiado. La tristeza la invadía hasta el punto, que se podía decir, que flotaba en sus propias lágrimas.

La sensibilidad de Índigo era extrema. Después de observarla en la distancia se acercó a sus pies y jugando le dio unos toquecitos en las plantas con su alargado hocico. Al sobresaltarse, el delfín paró y Delfina permaneció lo más inmóvil que pudo observándolo. Sus labios en un movimiento involuntario dejaron entrever una sonrisa.

Estaba asombrada e ilusionada, pero también algo asustada. Sin embargo, la sutil y amable insistencia, el carácter juguetón del cetáceo y la aparente sonrisa manifestada en el rostro del animal, la envolvieron en un estado de calma y confianza.

A partir de entonces, quedaron atrás los días en los que Delfina se sentía muerta en vida. Días en los que su cabeza se enredaba en infinidad de preguntas sin respuesta, y le resultaba abrumador levantarse cada día en un mundo que no comprendía y sentía de una dureza desmesurada.

No es que ahora tuviera las respuestas para todas aquellas preguntas, es que ya no le importaba saber las respuestas. Se dedicaba a disfrutar de cada instante que la vida le ofrecía. Esa era la única respuesta.

Aquella experiencia la transformó.

Comenzó a interesarse por los delfines de manera casi obsesiva. Leía libros, veía documentales, pelis, series… Aprendió de manera autodidacta sobre la vida de estos seres que tanto la habían ayudado. Le apasionaba saber cómo se comunicaban, las experiencias documentadas con los humanos, los estudios científicos, el contenido más simbólico.

Se volvió una experta en el tema.

Entre tanto, regresaba al lugar cada vez que divisaba un grupo de delfines merodeando su cala. Nadaba con ellos y los observaba.

Fue creándose un vínculo natural y profundo entre ellos. Primero con Índigo, con el que consiguió comunicarse imitando sus sonidos, y más adelante acabó por ganarse la confianza del grupo que lo acompañaba. Nunca había experimentado tanta plenitud. Confiaba en la Vida hasta tal punto que la incertidumbre se había vuelto su aliada, pero sobre todo, confiaba en sí misma.

Había fundado Enchanted Melody, asociación en la que a la vez que cumplía con su deseo de devolver un poquito del amor que le habían dado incondicionalmente los delfines, también podía cumplir los sueños de los más pequeños. Incluso los de algún que otro adulto que se permitía mostrar su niño libre y sin tapujos.

Observaba como cada año eran más los adultos que se acercaban a este tipo de experiencias.

La asociación la diseñó a su antojo, y no con pocos miedos. Las dudas y la indecisión la visitaban constantemente a la hora de manifestar. En su imaginación lo tenía todo claro. Era como si le bajara la información, parecía simple y sencillo; pero a la hora de ponerse en marcha se transformaba y comenzaban a invadirle las dudas y la sensación de ser demasiado grande para conseguir materializarlo. La idea aparentaba haberle brotado del corazón, sin embargo sabía que no venía de ella. Tenía la certeza de que le había llegado de otro «lugar», en armonía y conexión perfecta con su corazón.

A Delfina le gustaba contar que fueron los delfines quienes le transmitieron con todo detalle cómo y para qué debía crearse la asociación, pero ¡¡ooopa!! No apuntaban alto los jodidos, ni nada.

Enchanted Melody era una asociación sin ánimo de lucro que promovía la interacción entre los humanos y la vida salvaje marina desde el máximo respeto a las distintas especies.

Su labor de protección y de concienciación era pionera. Se promovía la interacción entre el humano y el medio ambiente marino (principalmente con delfines) desde el juego y la diversión; sin que esto interfiriera —ni un ápice— en ninguna de las responsabilidades con las que se comprometía la asociación.

La diversión no estaba reñida con el trabajo bien hecho, todo lo contrario. Esa era su consigna.

El día de la inauguración se le posó una mariposa verde azulada en la nariz cuando exponía al grupo las dinámicas que se iban a llevar a cabo en aguas abiertas.

Se posaba en su nariz y le hacía sonreír —tal y como Índigo le había despertado la sonrisa en su primer encuentro— y a continuación, volaba hasta la nariz del único adulto que se había apuntado a la actividad.

La mariposa lo repitió las veces que fue necesario hasta conseguir su cometido: que ambos se miraran a los ojos.

Así fue como, ella y su marido, se reconocieron; aun cuando era la primera vez que se veían.

Siguiendo su intuición Delfina construyó su sueño, y el sueño —de alguna manera— también la construyó a ella.

Llena de dudas materiales, llena de certezas intangibles, la Vida se abrió paso ante ella.

🪶 Begoña Salinas

Canción para acompañar el relato «La vida es color de azules»:

[RELATOS PERSONALIZADOS] Como buena mezcla de «Mujer Árbol» y «Duende Travieso» que soy… 🌲🧝🏻‍♀️ cocino en mi caldero mágico —y a fuego lento desde mi Kabaña del bosque— relatos impregnados de natura, sensibilidad, disfrute y consciencia.

La imaginación se pone en marcha en conexión con aquellas almas libres y salvajes dispuestas a compartir conmigo sus ingredientes selectos y personales.

Y entonces… salen relatos-pócima 😜 sorprendentes y mágicos como este. 

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