[RELATO]
Llevaba semanas preparándome para ese día. El día que me iba de viaje sin billete de vuelta.
La primera parte del trayecto, y quizá la más difícil, sería salir de mi casa en dirección al aeropuerto. Aún así, me embriagaba la emoción y la ilusión de todo lo que iba a experimentar. Y a ratos, también se me encogía el estómago.
«El que no arriesga no gana», me repetía una y otra vez. Una frase muy manida, que cuando aludía a salir de la zona cómoda parecía que ya no nos importaba tanto eso de ganar.
Este ganar no se trataba de competir. Era más bien un ganarse a sí mismo.
En menos de tres horas subiría a un avión que me llevaría lejos. Lejos de todo lo conocido y de todos, y por otro lado más cerca de mi misma, si es que esto tenía algún sentido.
Llegó la hora. Tenía que marcharme y dejar atrás mi hogar. Un hogar que me había acompañado durante una década. Me iba a otros lugares en los que mi hogar, al menos al principio, empezaría y acabaría en mí.
Me despedí de mi casa. De mis libros. De los rincones especiales donde escribía. De la sala que guardaba miles de secretos entre sus cuatro paredes. De mi djembé, instrumento que tantas veces reveló mi yo más primitivo. Del dormitorio donde fueron representadas las coreografías más íntimas.
Abrí la puerta de madera maciza. Salí al rellano y desde ahí observé por última vez mi hogar. Sin pensármelo dos veces cerré la puerta dejando las llaves dentro.
Caminé hasta la parada del metro por las calles de mi barrio. Un barrio que parecía no reconocer. Descubrí nuevas tiendas que no había visto nunca, me impregné de los aromas de la calle y de la diversidad de los transeúntes. Me fijé en lo que habitualmente era, para mí, imperceptible. Estaba asombrada.
Situaciones que días atrás me parecían molestas y aburridas se volvieron insólitas e interesantes.
En el metro seguía experimentando las mismas sensaciones.
Ni un alfiler cabía en el vagón. Algo que no soportaba en mi rutina diaria y que, para mi sorpresa, parecía estar disfrutando.
Me recreaba en cada detalle. Me perdía descubriendo rostros. Me dejaba sorprender por la heterogeneidad que me ofrecía aquel lugar tan concurrido; por los contrastes, por las vestimentas de la gente, las facciones, los gestos, los movimientos.
Apenas había salido de mi barrio y ya estaba siendo toda una aventura. ¡Pero qué locura era esa!
Jamás, un viaje en metro con tanta gente se me había hecho tan corto además de resultarme divertido. ¿Qué me estaba pasando?
Una hora después había llegado a mi parada. Primer destino: el aeropuerto.
Fui directa a la terminal desde donde salía mi vuelo y me dirigí hacia la puerta de embarque. Todavía me tocaba esperar. Me senté. Cerré los ojos y rememoré con calma el trayecto desde mi casa hasta donde me hallaba.
Pronto dejaría atrás todo aquello que, hasta ese día, había sentido frío, gris, anodino, feo y tedioso; y que acababa de transformarse en cálido, lindo, divertido, colorido y atractivo.
Entonces me di cuenta de que mi viaje había comenzado antes de lo previsto, y de que el único trayecto era yo misma.
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Un único trayecto que aparenta ser muchos. Todo viaje empieza y acaba en uno.
No es donde te encuentras, es cómo lo percibes.
Es el «desde dónde» de tu mirada.