
[RELATO]
Se hizo de noche, paso el solsticio de invierno y la nieve seguía sin llegar.
El clima había cambiado de tal manera, que las nevadas casi no se dejaban ver ni en la estación que denominábamos invierno. Algunos copos despistados caían de vez en cuando, pero no los suficientes para que cuajara como lo hacia antaño.
Hubo una época, en que mis sentidos me avisaban del momento exacto en el que la nieve venía a visitarnos para quedarse. Podía olerla y sentirla justo un instante antes de que cayesen los primeros copos.
No es que yo fuera una niña con poderes extrasensoriales. Tampoco tenía más sensibilidad que otras personas de mi entorno, pero vivir en un pueblo aislado en la montaña ayudaba a conectar con ese tipo de percepciones.
Sin embargo, sí tenía una relación especial con la estación invernal. También con la climatología denominada adversa.
El contacto diario con la naturaleza hacía que mis sentidos estuvieran despiertos, aunque solo fuera por pura supervivencia. La vista, el tacto, el oído y el olfato me avisaban de muchas situaciones con la antelación precisa para tomar la decisión adecuada.
Esto había evitado, desde situaciones tan simples como que la ropa tendida ya seca no se mojara, hasta evitar tragedias como que un rayo impactara en plena noche sobre Ceniza —una de nuestras vacas— que asustada por la tormenta se había escapado del establo.
Vivir y compartir vida con lo salvaje conserva tu instinto más primitivo. Quizás un instinto más cercano al de los animales.
Si los sentidos no se utilizan se aletargan, como sucede con aquello a lo que no le damos uso. Al menos, así lo experimenté durante mis estancias transitorias en las ciudades.
Etapa en la que extrañé los cristales de agua helada que caían del cielo y transformaban el paisaje en postales blanco y negro. La nieve tenía, y tiene, un papel fundamental donde vivo, y sin embargo, resultaba bastante incómoda en las ciudades que habité.
En el pueblo que me vio nacer —y crecer— era recibida con gran júbilo; y no porque en él hubiera una estación de esquí. La nieve se esperaba con ilusión, tanto por lo beneficioso para el campo, como por la magia que nos envolvía a todos cuando llegaba.
Yo la esperaba con ganas, y nunca me cansaba de observar los primeros copos cubriendo las casas, los campos y las montañas. La luminosidad se hacía espacio en el paisaje de la estación oscura.
¡Qué emoción la primera vez que la sentí! Acompañaba a mi abuela mientras preparaba sus deliciosas rosquillas, cuando un impulso me hizo abrir la ventana de la cocina. Justo entonces comenzaron a caer los primero copos, a la vez que mi abuela espolvoreaba la harina tamizada sobre la mesa. Aquel día todo me parecía nieve.
Al igual que agradecíamos por los alimentos, y por otras tantas cosas; también celebrábamos los cambios de estación. La llegada de la nieve era la más importante de mi aldea. Cada año, el pueblo se reunía en la plaza alrededor de la Gran Fogata, agradeciendo la ofrenda que nos concedía la madre Tierra.
Era una tradición con significado. Entonces éramos más conscientes de la conexión entre el ser humano y el entorno natural. Yo era joven cuando se fue dejando de festejar. Los ancianos que la mantenían iban partiendo de este mundo y los jóvenes, cada vez más alejados de la vida rural, no continuaban con estas prácticas.
Hace unos años regresé a mi aldea. Soy la única habitante, pero continuo festejando cada año la primera nevada. Así lo haré mientras sea posible.
Desde chiquilla, calaron hondo los valores transmitidos por mis bisabuelos, y su insistencia en no perder la conexión tan especial que unía al humano con la naturaleza.
«Ella te lo da todo, es tu obligación cuidarla, respetarla, amarla y honrarla». Todavía parece que escucho sus voces.
Ayer fue mi cumpleaños y tuve el mejor regalo del mundo. Y como en la niñez: mi olfato y mi piel me avisaron de que ya llegaba: «el primer nevazo».