
[RELATO]
Me encontraba sola en una nueva ciudad. Mi viaje tenía como objetivo documentarme. Salí del hotel para callejear y tomar notas. Impregnarme de los sonidos, los olores y sus gentes. Unirme al ajetreo diario de la urbe que iba a ser el escenario de mi próxima novela.
Cogí el mapa para saber dónde me encontraba y la dirección a seguir para dirigirme al casco viejo. Cuando me aproximaba, me encontré con una manifestación que me obstruía por completo el paso. Renegué por la mala suerte que había tenido.
Tengo predilección por las zonas antiguas de los lugares que visito, pero tanto si me gustaba como si no, mis planes tenían que cambiar.
Lo que no sabía es que estaba yendo en la dirección equivocada, y lejos de ser un infortunio, la manifa me echó un cable.
Contrariada, saqué de nuevo el mapa. Esta vez dejé que el azar eligiera por mí. Cerré los ojos y coloqué mi dedo índice en un punto cualquiera. Localicé el lugar y me dirigí hacia allí sin pensármelo dos veces.
Camino de mi nuevo destino llegué a un precioso puente medieval de piedra, el cual tenía que cruzar para salvar un río de gran anchura con bastante caudal. A mitad del puente, decidí hacer una parada y disfrutar de las vistas. Saqué fotos, anoté algunas ideas y continué caminando absorta ante la belleza del paisaje.
Esta margen del río, a la que me había llevado el puente, era de estilo medieval, y enseguida me percaté de que me encontraba en la parte vieja de la ciudad. Sonreí para mis adentros, acordándome del inevitable cambio de ruta y de mi confusión al orientarme la primera vez.
Entré por una calle, la que más bonita me pareció, y fui a parar frente a unas ruinas que estaban acristaladas.
Mientras me iba acercando hacia ellas, vi a un chico que llamó mi atención sentado en las escaleras de un edificio señorial. Estaba abstraído en la lectura. A su espalda una mochila negra y roja le hacía de respaldo. Greñas negras, varios aros en las orejas, camiseta verde de tirantes, pantalones piratas negros y deportivas. Mi inconsciente —mientras le hacía un rápido repaso— susurró: ¡Mmm, qué tío más interesante!
Intenté, con disimulo, pasar a su lado para cotillear la portada de ese libro que lo tenía tan concentrado, pero no lo conseguí. Tampoco debí disimular muy bien porque hizo ademán de levantar la cabeza, pero sin llegar a quitarle ojo al libro. Como cuando estás tan enganchado a la historia, que quieres atender a otra cosa pero no consigues dejar de leer. Al final, le pudo la curiosidad y apartó la mirada del texto. Ahí nos encontramos. Mis labios esbozaron una sonrisa nerviosa, mis pómulos se ruborizaron y desvié la mirada lo más rápido que pude. Mis pasos se unieron a la premura.
Me encanta la gente que se pierde en las páginas de un libro, y la estampa ¡completa! que acababa de presenciar me había cautivado. Me hubiera apetecido hablar con él, preguntarle su nombre, de dónde era, qué leía, qué hacía allí. La realidad: no era tan lanzada.
Llevaba un buen rato contemplando las ruinas, esbozando bocetos e imaginándome una historia ambientada en esos vestigios del medievo, cuando un grupo de personas se detuvo justo a mi lado. A los minutos llegó un chico joven con un distintivo en la camiseta y saludó al grupo.
Por lo visto, me encontraba a la hora indicada en el punto de encuentro de algún tipo de visita guiada, así que yo, aunque no pertenecía al grupo me uní con sutileza, intentando pasar desapercibida. A pesar de que pasar desapercibida, como acabas de comprobar, parecía no ser mi fuerte.
El guía comenzó a hablar sobre las ruinas y a explicar la vida de los antepasados que hacía siglos habían vivido por allí. Yo no paraba de anotar datos que me ayudarían —si conseguía escribir de manera legible— a dar forma a mi novela. Me acordaba de mis años universitarios cuando tomaba apuntes que hasta a mí me costaba descifrar. Usaba tantos símbolos que se asemejaban más a complejos jeroglíficos.
Entre anotación y anotación miraba al grupo. Era la única que estaba tomando notas como una loca. Fue cuando me di cuenta de que el chico «lector» de la mochila roja se encontraba frente a mí, ¡observándome!
Una de las veces, me quedé mirando fijamente sus ojos, pero él no aguantó la mirada. ¡Toma ya! Pensé para mis adentros. Sentí tal subidón que casi hago el gesto ganador con el brazo y el puño cerrado. Espera un momento, ¿de verdad estaba entrando en un juego de miradas con aquel chico? ¡¿En serio?!
Tomé la decisión, en ese mismo instante, de centrarme en mi tarea, aunque estaba más que claro que la química de mi cuerpo no me lo iba a poner fácil. Entonces mi cabeza, vino al rescate y encontró una explicación para convencerme de que lo realmente importante en ese viaje era documentarme. Y añadió que mi trabajo sería de mayor calidad si no había distracciones. Me convenció. Más o menos.
No me iba a resultar sencillo, pero haría un esfuerzo en pro de mi próxima novela. «Total, un simple cruce de miradas con un desconocido, por muy atractivo que me hubiera parecido, tampoco era para tanto, aunque me resultara adictivo.»
Cuando el guía terminó de explicar lo referente a esas ruinas, pensé que ya se habría terminado la visita y procedí a cerrar mi libreta, tapar el bolígrafo y recoger todo en mi bolso bandolera. Vi que el grupo no se disolvía así que le pregunté a la persona que tenía a mi lado y me informó de que ahora estaba programada una visita itinerante por el casco viejo. Ni corta ni perezosa, decidí no descolgarme y prolongar mi calidad de infiltrada lo más que pudiera. O nadie se había dado cuenta de mi existencia o directamente a ninguno parecía importarle.
Era muy buena en eso de concentrarme en el trabajo, pero me estaba costando, y aunque me mantenía atenta a las explicaciones del guía, de vez en cuando lo buscaba por el rabillo del ojo sin éxito. Quisiera o no, me desconcentraba.
Tres cuartos de hora después, llegamos a una plaza donde se encontraban los restos de una pequeña fortaleza. El guía se detuvo y comenzó a relatar la leyenda que la envolvía. Su voz grave, la entonación y lo bien que improvisaba sus movimientos me fueron llevando a una profunda relajación y a evadirme por completo. Cerré incluso los ojos, sólo escuchaba su voz y con la imaginación funcionando a mil por hora me zambullí profundamente en la narración.
Cuando terminó y empecé a oír el murmullo de la gente, abrí de nuevo los ojos. Inconscientemente, lo primero que busqué fue al chico de la mochila roja. Por mucho que giraba mi cabeza en su encuentro, y mis ojos miraran a todos y cada uno de los integrantes del grupo, no había ni rastro de él.
El grupo decidió ir a comer todos juntos, e invitar al guía en agradecimiento y como despedida. Era el último día de varias visitas que habían realizado durante la semana. Yo no acababa de marcharme, algo me retenía allí, y sabía lo que era. Estaba esperando a que él apareciera para poder despedirme, con la mirada. Me negaba a admitir que ese juego de miradas que casi ni había comenzado, hubiera llegado a su fin, pero todo apuntaba que iba a ser así.
Agradeciendo y levantando el mentón me despedí del grupo para seguir mi rumbo. Nuevamente estaba sola, de paseo por la ciudad por un precioso y conservado casco viejo medieval que invitaba a perderse entre sus calles. Caminaba despacio, cabizbaja, dándole vueltas a mis pensamientos. Observaba como mis pies avanzaban por el suelo empedrado cuando una mano tocó mi hombro.
Me giré veloz y con una gran sonrisa impresa en mi rostro imaginé que era él. Al darme la vuelta vi como mi ilusión se esfumaba. Era una chica del grupo con la que había cruzado alguna que otra palabra durante la visita. Quería decirme que me animara a ir a comer con ellos.
La verdad, que a pesar de no ser la persona que esperaba, el ofrecimiento me hizo ilusión y acepté. La vida no dejaba de sorprenderme a cada rato. Incluso cuando las cosas no sucedían como yo quería tenía muy claro que ocurrían así por alguna razón.
Volví a recordar el principio de mi día, mis planes habían cambiado inesperadamente, eso fue lo que me había permitido llegar al casco viejo de la ciudad, recopilar información fidedigna para mi próxima novela de una manera amena y divertida. Volver a sentir sensaciones olvidadas con un chico desconocido y tener la oportunidad de disfrutar de una comida en compañía de nuevas personas. Podía sentirme afortunada de los cambios de rumbo que, muy sabiamente, la vida solía ofrecerme. Aunque tenía que reconocer, que no siempre habían sido tan gratificantes como en esta ocasión.
El guía seguía haciendo su función mientras nos llevaba hacia el restaurante, y aunque ahora lo hacía de manera más informal, resultaba igual de interesante.
Después de andar unas cuantas calles nos adentramos en un callejón. Tenía un arco de piedra a modo de entrada. Era una calle sin salida en la que se veía al fondo una preciosa terraza que tenía mesas para poder comer al aire libre. Habíamos llegado a nuestro destino: «El Rincón de Naio –Bar–Restaurante».
Se encontraba en pleno casco viejo y estaba decorado con mucho encanto. La fachada era de piedra oscura, y colgaban de la pared maceteros reciclados realizados de cualquier material que os podáis imaginar. Botellas de plástico o de cristal animadas con preciosos dibujos, latas de conserva pintadas de diferentes colores, zapatos reutilizados y cuencos de madera. De todos ellos brotaban plantas y flores de diversos colores. La decoración estaba en perfecta armonía con el lugar. Todos y cada uno de los detalles que lo adornaban hacían de él un rincón que alimentaba el alma. A mí, personalmente me dejó sin palabras, y a juzgar por el silencio, los gestos y por la cantidad de fotos que estaban haciendo los integrantes del grupo diría que fue una sensación generalizada.
Nos fuimos acomodando en una gran mesa rectangular que ya estaba preparada y reservada para nosotros. Por curiosidad, fui contando los platos uno a uno. En un momento reflexivo, pensé: «aquí estoy con diez personas que no conozco de nada, en una ciudad desconocía, preparada para disfrutar de una comida en un rincón idílico, al que ya tenía ganas de llevar a familiares y amigos.»
Me senté en una silla al azar. Cuando todos estábamos en nuestros sitios me percaté que la silla que tenía enfrente estaba libre. De inmediato me acordé del chico de la mochila roja. Y aunque a esas alturas, ya había dado por hecho que el muchacho no iba a aparecer por mucho que lo deseara, no pude más que volver a hacerme ilusiones.
En ese instante salió del restaurante en dirección a nuestra mesa. Habló con el guía y se presentó al grupo.
Mi nombre es Naio —dijo—.
Nos informó que pronto nos atenderían y, mirando a su alrededor, nos preguntó si por el momento, todo estaba siendo de nuestro agrado. Me quedé con cara de póker y un sinfín de preguntas se agolparon en mi cabeza. A nadie pareció sorprenderle, sin embargo, yo tenía un cúmulo de sensaciones, estaba extrañada, nerviosa, contenta, ilusionada, escéptica,… todo a la vez. Él, que se había dado cuenta, me lanzó una mirada y me guiñó un ojo, entonces fui yo la que desvió la mirada. ¡Mierda!
Se acomodó en la silla que quedaba libre, al lado del guía. Por lo visto, iba a comer con nosotros. Mejor dicho, iba a comer frente a mí. Pensé que era un espejismo. Cerré los ojos apretando con fuerza y los abrí lo más que pude para comprobar que seguía ahí. No eran visiones, era él. Y aunque me sentía nerviosa, lo cierto es que mi alma estaba sonriendo, tranquila y disfrutando el momento, y no sé cómo, esa sensación fue ganando terreno, lo notaba en mi postura, en mis gestos, en el bienestar que me estaba invadiendo.
La chica que tenía a mi lado me explicó que Naio era colega del guía, y que éste les había aconsejado hacer la comida de despedida en ese bar. No sin antes hacerme un interrogatorio de por qué tomaba tantas anotaciones y por qué no había aparecido los demás días de las visitas. Me recreé en contarle que era escritora, y a la última pregunta ni le respondí.
Disfruté de la comida, de la compañía y de la conversación de todos los comensales. Naio compartió con el grupo cómo surgió la idea de montar el restaurante, y cómo un montón de anécdotas y causalidades le habían llevado hasta donde se encontraba ahora.
A pesar de ser un grupo muy heterogéneo, y yo no conocer a nadie, la comida me estaba resultando muy amena, divertida y con un ambiente distendido y risueño. A veces, se formaban grandes algarabías entre todos, sin embargo, en otros momentos, me daba la sensación de estar comiendo a solas con Naio.
No parábamos de hablar, de contarnos cosas, de reírnos, de lanzarnos miradas cómplices. Él era un mochilero en toda regla, le encantaba viajar y lo había hecho por casi todos los rincones del mundo. Compartimos muchos momentos inolvidables. El grupo se marchó primero y al rato el amigo de Naio también lo hizo.
A nosotros, la comida se nos transformó en cena, la cena en velada y la velada en amanecer.